Rodrigo y su desigual lucha contra la meritocracia.

Tiene 19 años y fue el primero, en una familia de 11 hermanos, en terminar la Secundaria. Vende bolsas para sobrevivir y busca trabajo. Su historia es el espejo de un país arrasado por la desigualdad y la falta de oportunidades.

Sociedad 31 de julio de 2020
Rodrigo

Jesús María. - Papi, papi, ahí vino de nuevo el “chico de la bolsa”. ¿Qué le digo?

Hacía más de 40° grados esa tarde de verano y casi no había gente en la calle. Mi hijo me avisaba, otra vez, que un flaquito tímido, montado en su bicicleta y acompañado de otro niño menor golpeaba la puerta de casa, con la intención de hablar conmigo. La misma escena, casi calcada, se repitió con religiosa frecuencia mensual en los últimos cuatro o cinco años. Era, se podría decir, una postal repetida y casi que hasta esperada en la familia.

 

El “chico de la bolsa” es Rodrigo, un joven de 19 años que se las rebusca vendiendo a domicilio bolsas para residuos, casi como única vía para sostenerse y juntar unos pesos para sobrevivir. 

Más que ofrecer, implora que le compremos la mercadería. Lo necesita. Y todos lo sabemos. “Mire, Don. Son buenas, tengo de varios tamaños. Dele, Don, ¿me compra? Si quiere dos le hago descuento”.

Quinto hijo de una familia compuesta por 11 hermanos (de entre 30 y 8 años), vive en B° Güemes. Padre albañil, madre ama de casa, muchas necesidades, pocos recursos materiales y menos aún herramientas que ayuden a salir de esa situación. 

Pero hay en Rodrigo un diferencial: fue el primero en su familia en terminar estudios secundarios. Una luz de esperanza. Lo hizo a los empujones, como pudo, en el colegio Domingo Faustino Sarmiento y egresó en diciembre pasado. “En la Primaria repetí 3° Grado, pero en el Secundario nunca me llevé una materia”, cuenta, con orgullo íntimo.

De todos modos, esa etapa ya quedó atrás. Los estudios (los posibles, no quizás los que haya imaginado o deseado) ya fueron. Ahora Rodrigo se enfrenta al dilema mayor: qué hacer con su vida. 

Las bolsas de nylon y las changas ocasionales daban para subsistir, pero no son un camino firme, ni un futuro promisorio. Tampoco se imagina quedándose en su casa, sin hacer nada. Quiere trabajar. Lo dice. Lo pide. Lo sueña. “Sé que está muy difícil, pero no bajo los brazos. Hay que pensar en positivo. Quiero ganarme mi plata y no depender de nadie”, insiste.

 

A sus 19 años, es uno de los tantos jóvenes NI-NI, esos que integran el complicado núcleo de los que ya “ni estudian, ni trabajan”, y que es (o debería ser, al menos) el desvelo de los gobernantes y la sociedad toda. Ninguna sociedad es viable, con la mitad de sus niños y jóvenes debajo de la línea de pobreza y sin perspectivas.

A la condición de NI-NI algunos llegan por desinterés o por comodidad, pero muchísimos otros por falta de opciones, por condicionantes sociales, culturales y económicos de origen. 

La pobreza, se dice, tiende a reproducir pobreza. Y los que logran romper esa lógica son los menos.  Quieren estudiar o trabajar, pero no pueden. Más de una vez directamente no acceden a ninguna de esas dos posibilidades. 

Rodrigo hizo lo que estaba a su alcance para tratar de romper esa inercia del destino. Sabe que si se queda inmóvil, el “sistema” se lo come y entrará, más temprano que  tarde, en ese trágico segmento social de los que nunca lograron tener un trabajo más o menos estable, más o menos digno. 

Esa secuencia lapidaria que vemos con frecuencia, de padres que trabajaron poco y salteado, hijos que nunca trabajaron, y nietos que ya ni buscan qué hacer. La pérdida de lo que alguien, alguna vez, llamó la “cultura del trabajo”.

 

Pese a la pandemia, el centro comercial Mariano Max es un hormiguero. Decenas de vecinos entran y salen para hacer sus compras. Aislados de ese mundo, ensimismados en sus asuntos, unos 15 jóvenes se concentran en responder un cuestionario. Es un examen para seleccionar empleados para el súper. Entre ellos, alcanzo a distinguir a Rodrigo. Nos saludamos. Me cuenta que ya no reparte tanto las bolsas de consorcio, porque está buscando trabajo. 

La rutina es desgastante, y cada “NO” lo desalienta, pero vuelve a insistir.

“Lo que yo más quería  era ser policía, pero está complicado”, me cuenta. En octubre pasado rindió bien el examen, pero no quedó en el cupo final. Por año, pugnan por ingresar a la Policía de la Provincia unos 10 mil postulantes, pero sólo logran los primeros 800 con mayor puntaje.

Rodrigo no descarta intentarlo otra vez, y muy probablemente lo haga, aunque también asoman otras limitantes que lo asustan. “Una amiga mía logró entrar, pero ahí nomás tenía que disponer de casi 60 mil pesos para comprar material de trabajo y otros gastos. Yo no tengo, ni voy a tener nunca esa plata”, comenta, previendo que la cuesta es empinada, aún bajo la hipótesis de que lograra quedar entre los seleccionados.

Repartió curriculum en decenas de comercios, supermercados, empresas y cargó también sus datos en la Oficina Municipal de Empleo. 

“Fui a un cyber para que me imprimieran el curriculum. Es que en casa no tengo computadora”, cuenta. Hasta en esos pequeños detalles, el “sistema” se encarga de recordarle que otros corren con ventajas comparativas sobre él.

Sabe que el contexto económico y laboral no es el mejor (ni muchísimo menos) por la pandemia, pero sigue esperando ese llamado para una entrevista laboral.

 

Vivimos en un mundo -y particularmente en un país- donde manda el concepto de “meritocracia”, esa peregrina idea de que todo lo que alcancemos en nuestras vidas se deberá, de manera excluyente a nuestro propio esfuerzo. “Si emprendés, los vas a lograr”, “No hay más límites que tu voluntad”, “Si te lo proponés, lo tendrás”, son algunos de los clichés de esa forma de pensar basada en el individualismo y la realización personal, por sobre lo colectivo. 

Rodrigo y su vida son una refutación diaria de esa idea. “Llegar por mérito propio” es factible y aceptable sólo en el supuesto de que, a la hora de competir, todos partiéramos más o menos desde la misma línea de largada, que no tuviéramos condicionantes sociales, que pudiéramos acceder a las mismas armas para dar una pelea razonable. 

¿Cuáles son las chances reales de los cientos de Rodrigo a la hora de competir por un trabajo con pares con mejor formación, provenientes de familias sin necesidades básicas insatisfechas? 

Él demuestra ganas, convicciones, impulso para salir adelante. A veces la mochila de su historia personal lo tira para atrás. ¿Podemos aplicar la meritocracia allí? Claro que no.

Rodrigo sabe que en su vida no habrá muchas oportunidades. Hoy, al menos, la está buscando con todas las ganas. ¿Y si lo ayudamos aunque sea un poquito a tenerla? 

PD: Si  considerás que podés darle una mano, comunícate al 351-5525353.

Por: Rubén Curto    

31-07-2020

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